agosto 29, 2009

EL SALUDO DE LAS LIBÉLULAS


Las libélulas esperan a sus amantes en las librerías. Cuando por fin aparecen, ellas se esconden jugando detrás del mostrador: giran alrededor de las luces del techo, sonríen con gracia, se tienden a los costados de un tomo de quinientas páginas y se animan al diálogo con refinada alegría de insecto.

En el momento del saludo las libélulas besan ligeramente. En la mejilla primero. En la boca después. Luego inician una caminata por las grandes avenidas. No es extraño que por momentos se desprendan de la mano de sus amantes y echen a volar. Para eso cuentan con su doble par de alas de nácar, las nervaduras azules, su disposición natural a la aventura. En el transcurso del paseo las libélulas cuentan algunas de sus pesadillas más recientes. Los relatos son imprecisos y oscuros.

Luego proponen ir a ver una película sobre avispas en celo, algo que las excita hasta acentuar notablemente el tenor de los zumbidos. Y, para cerrar la noche, se muestran dispuestas a compartir la cena, antesala natural de un coito del que son fervorosas ejecutantes.

Las libélulas ansían el intercambio amoroso por encima de todo. Los motivos de esta predilección son enigmáticos y los resultados no suelen ser favorables para la salud de los amantes. Las libélulas primero se desnudan con naturalidad, cuelgan sus alas en los placares de la habitación y finalmente se entregan a un feliz deslizamiento que enloquece a los amantes.

La tragedia sucede al final. Haciendo uso del finísimo aguijón las libélulas matan a sus compañeros de un modo imperceptible. Luego mueren, también ellas, como en un sueño inconcluso.

Y así termina el saludo de las libélulas.

(Pixelagem de Antonio Romane)

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